Llueve. De un momento a otro el sol se ha ocultado, el cielo se ha atiborrado de nubes, la luz del día se ha tornado en tinieblas, y éstas –por acción de una compleja transmutación–, bajo un desmedido efecto de condensación, se han descuajado en multitud de gotas que se han lanzado, en caída libre, contra el mundo; sin que medie un gesto mínimo de piedad. Gotas que, en su densa infinitud, terminan aplastadas contra todo lo que se les cruza o se les interpone en el camino: las copas de los árboles, los techos de las casas, las fachadas de los edificios, los prados de los parques, la carrocería de los autos y de los buses, los pisos de las aceras y la cabeza de la gente; gente que, entre agobiada y frustrada, ahora huye para no terminar salpicada por los restos de este desconcertante suicidio. A pocos pasos de donde nos encontramos ahora, asombrados contemplamos cómo las calles se han convertido en ríos, y pronto los andenes se han llenado de todo tipo de domos, articulad
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